Este 2 de abril, Día del veterano y de los caídos en la Guerra de Malvinas, desde FEMAPE queremos recordarlos y homenajearlos a todos, y principalmente resaltar la figura de uno de nuestros socios pioneros, Marcelo Berteri, veterano y herido en combate de ese enfrentamiento bélico. Su historia de vida 42 años después de la guerra, a la que fue con apenas 18 años. Su relato de esos días, que duelen y emocionan, y también de los posteriores a la guerra, cuando encontró en su trabajo como proveedor del Estado del rubro ferreterías un medio de vida y se acercó a FEMAPE. La familia, los viajes, el trabajo y la experiencia de vida que lo une a esta entidad que lo honra, valora y agradece su lucha.

 Hoy, más allá de tu vínculo con FEMAPE, queremos conversar sobre tu historia como veterano de la guerra de Malvinas. ¿Pudiste volver?

Efectivamente, después de años de terapia, en 2009 quise volver a las islas y lo hice. No acepté que ningún organismo me pagara el viaje; me lo pagué yo y pude elegir con quién, cuándo y dónde ir. Fue un viaje muy sanador, me sirvió mucho haber ido y también quise llevar la bandera de FEMAPE, de hecho, me saqué fotos allá con la bandera. Estuve en Puerto Stanley y fui todos los días al lugar donde combatí, al Monte Longdon. Yo estaba en la compañía B del Regimiento 7 de La Plata. Me quedó pendiente dormir ahí una noche, porque a pesar de que fuimos en diciembre hacía frío; en realidad siempre hace frío.

¿Y cómo fue?

Me gustó estar ahí en mi posición y recordar cosas que sólo uno puede recordar. Aunque con mi esposa estábamos con otras personas, como es un pueblito muy chico todos estaban pendientes de nuestros movimientos. Para ellos éramos la parejita argentina y si bien no nos quieren, si uno no hace nada, nadie dice ni hace nada. Cuando viajamos, viajó con nosotros un equipo de Rugby sin fronteras, integrado por dos ex Pumas muy reconocidos que yo no conocía, porque el rugby no era algo que me gustara. Me acompañaron a todos lados, me veían como un héroe y luego fuimos a partidos, con otros veteranos de guerra ingleses. Cuando jugamos en Malvinas, aunque no juego, me hicieron dar el puntapié inicial al partido, y son personas con quienes estamos muy en contacto.

¿Volviste más de una vez?

Volví dos veces más, aunque nunca es como la primera vez. Dejé Malvinas en blanco y negro y volví en colores. Es un lugar que uno ama, pero que lo hace porque tiene hermanos caídos allí: 36 compañeros de mi compañía que quedaron y aún hay uno, con quién dormía, cuyo cuerpo no ha sido encontrado, como el de otros 8 compañeros.

¿Cuándo te dijeron que ibas a la guerra?

Yo estaba haciendo el servicio militar, aunque odiaba a los militares y se los demostraba. En un momento nos dijeron que nos íbamos al sur, nos subieron al micro, de ahí nos llevaron a Campo de Mayo, al día siguiente desde el Palomar a Río Gallegos a una base chiquita y luego a Malvinas, así nomás. No me despedí de mis padres, nada. Yo pensaba todavía que no iba a pasar nada, que sólo íbamos a ir al sur y por eso en la base me agarré un arma automática mediana, liviana, pero que no andaba, ni siquiera tenía balas. Así que luego tuve rapiñar un arma que anduviera, para poder defenderme.

Tu vida cambió en horas…

Totalmente. Podría decirse que yo era un “cheto” de La Plata, que iba a la universidad –estudiaba abogacía-, había ido a un colegio privado y que no tenía necesidades porque mis padres estaban más o menos bien económicamente.  Y de repente, en la guerra, para parar el hambre, con otros, comíamos fideos crudos, pan con moho o cualquier cosa que encontráramos en los tachos de basura de los residentes. Hasta hemos tenido que matar una oveja con una bayoneta, correrla, agarrarla, clavarla y comerla cruda ya que no podíamos encender fuego.  Si de todo eso puedo encontrar algo bueno es que conocí a un Marcelo que no sabía que tenía adentro. Una parte de mí muy mala, de supervivencia, de instinto animal, porque si bien una persona puede bancar el frío y el miedo, el hambre no se puede soportar.  Me fui con 80 kilos y volví pesando 40, se me veían los huesos, no es que se me notaban, podían verse. Hice cosas propias de una muy mala persona, pero que las hice para sobrevivir, como robar comida a alguien que tenía tanta hambre como yo. Los panes verdes que encontré en un basurero fueron un tesoro para mí, me los cargué en la mochila y durante días ese fue mi alimento.

¿Cuándo te tomaron como prisionero y cómo fue esa experiencia?

En Monte Longdon. Esa noche me llevaron a San Carlos, que es una bahía que separa las dos islas, y de ahí al buque hospital inglés Uganda, en el que estuve tres días y luego, en helicóptero al buque hospital Bahía Paraíso, que era argentino. Debo decir que los ingleses nos trataron muy bien como prisioneros. Cuando entré al Uganda, en la puerta del barco estaban el capitán y su esposa para saludar. Me esperaban a mí, que no era nadie, sólo una bola de piojos, sarna, desechos, mugre, porque hacía 80 días que no me bañaba ni me cambiaba de ropa y había estado tirado en la tierra como todos los soldados. Tenía un olor horrible, estaba tan flaco que se me veían los huesos y aun así, en la puerta, el capitán me dio la mano y la bienvenida en español, y su esposa me dio un beso. En la planta baja del barco, pensé que solamente me faltaba encender un pucho, y lo hice con uno que tenía guardado y que alguien me había dado, porque de todas las donaciones de la guerra a nosotros nunca nos llegó nada. Estaba por encender el pucho y en eso un señor que tenía al lado empezó a gesticular y decir cosas que no entendía, me sacó el pucho y me lo apagó. “Americano, americano”, me decía y yo no entendía nada. Se fue y al rato volvió con un atado de Benson &Hedges.  Nos traían el desayuno, nos daban regalos, nos bañaban, el trato no pudo haber sido mejor.

¿Te quedaron secuelas físicas?

Me quedaron 27 esquirlas, algunas más chiquitas o medianas. De hecho, tengo 3 aún, que nunca me molestaron así que ahí están. El capitán del Uganda, con toda la comitiva del barco y un cura que hablaba español, iban recorriendo cama por cama explicando lo que cada uno tenía. Ahí me enteré lo que tenía y eran heridas por congelamiento, tuve los pies congelados. Me dijeron que había 4 quirófanos en el buque, o sea que me podían operar si yo quería, pero, por otra parte, me iban a dejar en Montevideo y me dijeron que analizara lo de la operación, porque tal vez convenía que lo hiciera en Argentina por mi familia y demás. Así que se limitaron a darme inyecciones de morfina para soportar el dolor, que es terrible. Por cosas como estas da bronca y vergüenza cuando algunos políticos, para ganar un votito más, dicen determinadas cosas sobre la guerra. Hay más muertos suicidados después de la guerra que muertos en Malvinas. Apenas llegué mi mamá fue la que insistió con la terapia y recién en 2009 empecé a hablar. Antes prefería decir que me había salvado de la colimba. Prefería eso a contar toda esta historia, de criaturas de 18 años contra soldados profesionales y un pueblo guerrero de años.

¿Hay un balance o una reflexión que puedas compartir?

Sólo decir que me tocó como le podría haber tocado a cualquier otro pibe. Y al final la vida me premió. Haber podido volver a las islas varias veces fue muy bueno. También tuve la suerte de conocer al Papa. Le mandé un mail, le hablé de Malvinas, nos dio un día y horario y estuvimos con él charlando. Fue en 2014, le llevé una remera de Malvinas y pude poner la bandera de Malvinas con otro grupo de argentinos, algunos conocidos como León Arslanián y su familia y José Manuel De la Sota con la esposa. No soy muy devoto, pero en el pozo que estaba, cuando bombardeaban, lo único que hacía era llorar y rezar, otra cosa no hacía. La fe es un poco eso, más allá de la religión. Incluso, abriendo un poco, hasta podría decirte que hablaba con Dios, que yo lo veía conmigo en el pozo. Para mí es como si estuviera ahí, yo lo sentí.

¿Y cómo empezás a rehacer tu vida luego de la guerra?

Cuando estaba en el hospital después de Malvinas, mucha gente famosa nos iba a visitar y entre ellos Amalia de Fortabat. Habló con cada uno de nosotros y a cada uno nos preguntaba qué nos había pasado y qué quería que nos regalara. Con la impunidad de mis 19 años le dije que quería un auto, pero me dijo que no podía porque si no le tenía que regalar algo similar a todos. Entonces nos regaló un radiograbador y a mí me preguntó puntualmente qué estudiaba antes de la guerra. Cuando le dije abogacía me dijo que me iba a vincular con algo relacionado con la carrera que estudiaba. Al poco tiempo me llegó una carta de la municipalidad, tuve unas entrevistas y después de que empecé, me di cuenta de que no iba a ser muy próspero ahí y renuncié.

Entonces llegaste a FEMAPE, y ¿desde cuándo sos socio Marcelo?

Estoy en FEMAPE desde 1987, mi carnet es el número 606. Hace muchos años que formo parte y llegué de la mano de uno de mis tíos, que me explicó cómo tenía que hacer para convertirme en proveedor del Estado y me trajo a FEMAPE porque, según me dijo (y no se equivocó) “ahí te ayudan a resolver problemas”. Mi empresa es unipersonal y me ayuda mi esposa porque mis tres hijos viven en el exterior. Estoy jubilado, pero sigo trabajando porque me encanta lo que hago desde hace 40 años: yo mismo cotizo, facturo, hago presupuestos, llevo la factura, hago entregas, voy a cobrar, hago todo.

¿Así que querías asegurarte de resolver problemas como socio de FEMAPE?

Sí, porque no todos los tiempos fueron como ahora. Se nos demoraban mucho los pagos a los proveedores, también problemas con los papeles, las presentaciones, etcétera, y desde FEMAPE solucionaban esos temas, como sucede ahora. Por eso la entidad creció, y porque lo ha hecho en base a la honestidad, debo decirlo, nunca vi “cosas raras”, yo la siento como una familia. Formo parte del directorio y estoy para lo que se me necesite, acompaño siempre.

Marcelo Berteri junto a los integrantes del Consejo Directivo de FEMAPE.